No fotos, no videos.
Jorge es un alma política extraviada en la Gran Manzana que recorre los lugares que hacen parte de su rutina diaria. Ahora toca el turno de Harlem, un barrio donde no necesita hablar inglés, encuentra café colombiano y tamales mexicanos, en un mercado hispano donde los precios son más accesibles comparado con las tiendas comunes.
Harlem es el lugar de los inmigrantes, legales e ilegales. Comienza el invierno, se siente el viento frío en la nariz y las pestañas. Es curiosa la forma en la que el frío va congelando el cuerpo por cualquier agujero que exponga la piel a la superficie. Las orejas, los labios y las manos, son un blanco seguro. El punto de encuentro es el Mc Donald’s de la calle 138, la parada es City College de la línea 1 del tren. A Jorge no le molesta el frío, le gustan las calles blancas. Ahora es el turno de conocer el City College, también en Harlem, el barrio que lo adoptó. Jorge sonríe, se siente en casa. Empuja la puerta, se abre un edificio.
Jorge es ex alumno de pregrado de artes liberales y hoy estudia una maestría en estudios liberales lo que le permite permanecer en contacto con lecturas políticas y filosóficas. El rumbo nos dirige hacia la biblioteca, el lugar donde pasa la mayoría de sus días retomando las líneas de la academia. Lee en inglés, escribe en inglés, piensa en español. Se reúne con su grupo de trabajo por Skype —como la mayoría de veces, todo es virtual—. El tiene la mitad de un siglo y sus compañeros de clase aún no superan los 30. Hace un año, cuando se graduó del pregrado, a su lado posaron para la fotografía del recuerdo jóvenes pubertos con el acné a flor de piel, otros parecían recién salidos de la secundaria. Clases en inglés, ensayos en un idioma que se obligó aprender siendo adulto. Fue estudiante de tiempo completo financiado por el sistema educativo de préstamos hasta lograr la meta, otro título, otra prueba.
Empieza un nuevo año, el 2016.
Jorge cumple años y no le gustan los regalos. Está de vacaciones de los estudios de maestría. Hace dos días nevó 12 pulgadas, la primer tormenta de nieve en la ciudad ruidosa en la que nunca contempló estar. Disfruta de las calles como copos de algodón. No quiere volver a Guatemala.
Hora de comer. En el Mc Donald’s de la avenida Madison y 40 Street venden dos hamburguesas por tres dólares. Viste camisa y pantalón de vestir, ya es ciudadano americano. Se acercan las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Jorge tiene publicidad electoral en sus manos, le apuesta a un candidato demócrata. Se trata de Bernie Sanders. Le hace fuerza, habla de él, conoce sus propuestas. Le escribió un correo de apoyo y recibió respuesta. Ahora le hace propaganda, seguro votará por él.
Tres meses de encuentro, tres comidas y varios cafés, biblioteca, universidad, en medio de Manhattan. La toma es perfecta.
No fotos, no video.
Entonces Jorge se deshace de su gabán negro, se quita los zapatos. Accede a que otro luzca como él. La cámara hace click a este Jorge reconstruido por la imaginación.
Una curul, un exilio…
Eran los 90. Su bajo perfil y su rol de empresario agrícola, cosechar y surtir mercados móviles al que se había dedicado después de dejar los estudios de la universidad, se vieron interrumpidos por una campaña política que lo situaría por un periodo de cuatro años como diputado. Una campaña que llegó como pedida del cielo. Resultó teniendo una acogida exitosa, no tuvo que invertir mucho dinero ni publicidad, la gente parecía conocerlo y obtuvo los votos suficientes para ser elegido por el partido de empresarios que representaba. De avanzada nacional, un partido de derecha, llamado al igual que un partido mexicano y que aún existe.
Sus noches empezaron a empalmar con las auroras y el trabajo que se dispuso hacer fue velar por el sueño, la voz, el anhelo, todo eso que por años había permanecido en un alma inquieta. Una utopía rota por la gratitud de un cargo que lo obligaba a implementar desde el legislativo, leyes justas para garantizar unas condiciones de vida digna. El corazón volvió a latir, los años de juventud en medio de las revueltas lo hacían vibrar ahora desde las esferas del poder.
El camino estaba minado. Que la derecha apoyara a un diputado con alma de izquierda, resultó una mezcla explosiva. Guatemala no le estaba ofreciendo lo suficiente a su gente —no porque la patria no lo pudiera hacer sino porque muchos dirigentes, eran individualistas y egoístas—, enseñados a subyugar con ínfulas de capataces como si hubieran llegado desde la conquista con el mismo Pedro de Alvarado.
Como legislador, Jorge logró acuerdos que aseguraran nuevas políticas públicas para el país. Ayudó a que el presupuesto incluyera suficientes gastos en educación, salud social, cultura y planteó una reforma para reducir la cantidad de homicidios: la alcanzó a lograr. Se trataba de reducir el gasto militar y re establecer una nueva policía nacional, con apoyo de las instituciones educativas para jóvenes, donde se explicará el valor a la vida, el respeto por el otro y que entendieran que solo había una oportunidad de vivir y era está.
Estaba funcionando, pero implicaba seguir invirtiendo en educación. Los que se nutrían del presupuesto militar no estuvieron de acuerdo.
La depresión llegó primero, después la desolación. Vio de cerca a la corrupción desmontado sus proyectos políticos y todo lo que con tanto esfuerzo orquestó como diputado. Con los mismos ojos café oscuros que alcanzaron a ver el progreso en las vías, la salud, la disminución en la tasa de mortalidad, vio la verdadera miseria de América Latina: corrupción, corrupción, corrupción. Un año después de su mandato, los carros armados lo esperaban en la puerta de su apartamento. Jorge se había convertido en esperanza en una Guatemala desgarrada.
La situación se salió de control. Su espalda no podía sostener el peso de una persecución que aunque no le arrancaba la vida, amenazaba con enloquecerlo.
Hace una pausa, viene la pesadilla. Una mañana recibió la llamada en el despacho. Nadie habló del otro lado del auricular. La respiración pausada, ronca, seca, se le filtró por la oreja. El miedo recorrió el cuello, colgó. Llegaron las advertencias, intimidaciones, sobornos, cartas, sumarios, indirectas, directas, disparos y atentados fantasmas.
Otra llamada, mismo ritual. ¡Tuuuuuuuuu! colgaron.
Una mañana cualquiera camina por el centro de Guatemala y un hombre en sentido contrario golpea su hombro, le entrega una bala. Toma el proyectil en la palma derecha, increpa: ¿qué quieres que haga con ella? el tipo se esfuma en medio de la multitud de un centro abarrotado, no hubo respuesta. Llegó el momento de abandonar la tierra del jocón, el pepián, los paches, las enchiladas, los tamalitos de Chipilín. Entonces todo o nada, siempre ha sido así. Quedarse y morir o marcharse y vivir. Tomar sus valijas y un avión o esconderse en casa. Ser un obituario en las noticias o una cifra dentro de la etiqueta de los refugiados. Español o inglés. Familia o soledad. Guatemala o New York.
Me llamaré Jorge… siempre me ha gustado ese nombre.