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Nueva York : exilio sin rostro político

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Todo o nada, siempre ha sido así. Quedarse y morir o marcharse y vivir. Tomar sus valijas y un avión o esconderse en casa. Ser un obituario en las noticias  o una cifra dentro de la etiqueta de los refugiados. Español o inglés. Familia o soledad. Guatemala o New York.

Una mañana recibió la llamada en el despacho. Nadie habló del otro lado del auricular. La respiración pausada, ronca, seca, se le filtró por la oreja. El miedo recorrió el cuello, colgó. Llegaron las advertencias, intimidaciones, sobornos,  cartas, sumarios, indirectas, directas, disparos y atentados fantasmas. Otra llamada, mismo ritual.

—¡Tuuuuuuuuu! —colgaron.

Una día cualquiera. Camina por el centro de Guatemala y un hombre en sentido contrario golpea su hombro, le entrega una bala. Toma el proyectil en la palma derecha, increpa: “¿Qué quieres que haga con ella?”. El tipo se esfuma en medio de la multitud de un centro abarrotado, no hubo respuesta.

—¿Cuánto quiere?

—Ese contrato se firma antes del mediodía.

Mensajes escritos con tinta negra, órdenes entre líneas, archivos que se desaparecían de su despacho.

—Puedo hacer una lista de sucesos, por categoría si quiere. Llamadas, golpes, vigilancias, correos filtrados. Yo podía salir del apartamento y no regresar. Tomar un café implicaba que aparecieran hombres armados, se paseaban por mi lado para mostrarme la dotación que portaban, luego se marchaban y llegaban otros hasta que dejaba el lugar. Llamar a la policía en Guatemala  no era una opción. Ellos también jugaban en su contra.

“Jorge” en la Grand Central

                                               Nueva York, 2015.

—Me llamaré Jorge.  Siempre me ha gustado ese nombre. No fotos, no videos.

—¡Pero han pasado 18 años!

—Sí, pero el estado no muere, no descansa; nunca olvida.

Jorge una vez más no es Jorge, es la nostalgia del exilio en una tierra lejana. Lugar: Grand Central.

Es noviembre, el invierno juega a esconderse. Nueva York se viste de otoño.

En la capital del mundo el frío llega con calma, da espera bajo la amenaza de aparecer sin piedad. Jorge está sentando en una de las mesas de una famosa cadena de café, entre Lexington 42 y la Tercera Avenida cerca de la estación de trenes más grande en el mundo, la Grand Central.

El encuentro llega en pistas:

—“Tengo suéter negro” —escribe por mensaje.

En sus cuentas sólo existe la misma imagen. Foto de perfil no hay, por Whatsapp tampoco. Sólo la imagen de una silueta blanca con las que se identifican, los que como él, ocultan su identidad.

No Facebook, no Twitter.

El misterio se rompe a las 11:00 de la mañana. Jorge es un hombre blanco con líneas de expresión que hace pensar que pasa de los cincuenta y tantos. Esbelto, ágil  y clásico como un musical de Fred Astaire, utiliza una camisa blanca de cuello y mangas que sobre salen por debajo del suéter de lana de llama, carga un abrigo extra, un maletín negro de cargaderas y sus ojos bailan en todas las direcciones.

Sus palabras monosilábicas comienzan a inquietar. Omite detalles, las respuestas evaden las fechas.

Asilo … político, diputado, Guatemala.

El café se hace largo, pasan 30 minutos; pasa una hora y media. Lo cierto es que Jorge desde hace 18 años llegó a Nueva York buscando el asilo, pero tan solo hace ocho se alejo por completo de su país, cuando estando desde suelo neoyorquino sus llamadas seguían siendo intervenidas, cuando recibió un mensaje contundente y su mamá comenzó a ser vigilada, sus cuentas congeladas. Fue cuando por vigésima vez se sintió amenazado.

para “jorge” , el frío de Nueva York, no es compatible con el frío del exilio

No fotos, no videos.

Él está seguro que su silueta puede ser descifrada.

Se queda obnubilado observando la ventana, pero el movimiento en sus manos no se detiene. Toma la taza de café, golpea con los dedos la mesa, se frota las manos aunque no hace frío. Detrás del vidrio la avenida, un paisaje concurrido, Manhattan acelerado, las personas caminando a paso ligero queriendo ganarle al tiempo.

Jorge no conoce de Las Maras, pandillas que hoy someten Centroamérica entre extorsiones, secuestros y asesinatos. De las pandillas y las problemáticas del nuevo siglo no quiere saber… ¿para qué otro motivo de angustia?, suficiente con haberlo dejado todo.

Un hombre cualquiera camina de un lado al otro afuera de la cafetería, le roba la atención, se queda viendo su aspecto de frente, sigue sus pasos de allá para acá. Jorge se hace el tranquilo pero no le quita la mirada con el rabo del ojo.

—¿Se quiere cambiar de asiento? —le pregunto mientras me levanto  del asiento para que el gesto le haga sentir que podemos conversar desde otro ángulo… que estamos en confianza. —No, acá estoy seguro, estamos en Nueva York.

La memoria revive su historia, esa que lleva guardada en el pecho por años.

Su rostro permanece tranquilo, no hay lágrimas, no se escucha un suspiro, pero su tono de voz por lo regular se convierte en un susurro, como un secreto entrecortado.

 Es la voz de la nostalgia. Así empieza este retrato de un Jorge que confiesa un pasado que se aferra a olvidar en los rascacielos de Nueva York.

                              Un camino hacia la muerte

Eran finales de los 70: el general Romeo Lucas, anteriormente Ministro de Defensa, era el Presidente de Guatemala. Gobernaba con mano de hierro y encabezaría una de las temporadas con mayor cantidad de violaciones de los derechos humanos, entre ellas desapariciones forzadas y represiones estudiantiles.

Los estudiantes e indígenas fueron el blanco dentro de su régimen y  entre las acusaciones  en su contra se encuentra el asalto e incendio a la embajada de España en Guatemala , en donde murió Vicente Menchú, padre de la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú.

Sin embargo, contra viento y marea, la universidad de San Carlos donde estudiaba Jorge, se mantendría firme, salían a las calles, orquestaban reuniones universitarias para luchar por soluciones por el alza del pasaje al transporte urbano, la privatización de la educación pública, la explotación de petróleo y níquel en la llamada franja transversal del norte, una superficie de 16 mil kilómetros cuadrados ubicados en la región petrolífera más rica de Guatemala, dominada bajo la firma del terror de  Romeo Lara .

Una vez más  sus voces no serían suficiente y lo único que conseguirían los marchantes  sería dibujar un camino hacia la muerte. El mismo lugar que le abría fronteras entre saberes de geología, minas, hidrocarburos y energías hizo que cambiara su estilo de vida. Antes apostado en una clase media acomodada; ahora, en manos de la universidad pública, dejaba su niñez, crecía y se topaba con una realidad desconocida. Fue el momento para que descubriera las desigualdades por las que nunca había trasnochado en una casa con nevera llena. Ahora estaba conociendo un nuevo país, esa Guatemala enferma con una llaga ignorada llena de pobreza; el  lugar donde apenas él se reconocía. Una bofetada con pala en la cara.

fotografías de Sebastian Tacha

Empezó a tomar pequeños respiros en el intermedio de las clases para apoyar marchas y movimientos que se realizaban en el campus. Líderes estudiantiles alzaban su voz con el propósito de hacerse escuchar porque “la resistencia pacífica es un derecho”, así se leía en uno de los carteles que adornaban las marchas de la época contra la dictadura.

Jorge respira hondo, suelta el café en la mesa. Su pelo largo y sus días sin utilizar lentes de aumento se han esfumado, los recuerdos en su mente parecen estar ajustándose para recordar lo que no quiere, lo que al corazón le duele.

—Amigos, gente excelente, cerebros apagados.

—¿Le puedo preguntar algo?

—Sí usted me quiere preguntar por guerrilla, nosotros éramos estudiantes, yo puedo responder por mí, yo nunca he militado…

El mismo año en el que el general Romeo Lucas se hizo presidente, asesinaron a Oliverio Castañeda, secretario de la Asociación de Estudiantes Universitarios. Días más tarde, los dirigentes estudiantiles y profesores comenzaron a recibir amenazas. Los que continuaron al pie del cañón murieron o no se sabe dónde están.

Guatemala al igual que otros países de América Latina como Nicaragua, Perú y Colombia, padeció un conflicto armado por décadas. Entre guerrillas y dictaduras, dejaron un saldo 200 mil muertos, otros miles desaparecieron y unos más fueron torturados. En 1996, cuando lograron llegar a un acuerdo de paz, el país había sepultado la justicia y desterrado los líderes a la tierra del nunca jamás. Las injusticias sociales se habían apoderado del país, dejando una patria de heridas abiertas, con respuestas inconclusas, cansada y vulnerable a engendrar nuevos grupos violentos y delincuenciales.

—¿Y la multitud universitaria y soñadora de Guatemala?

—Desaparecieron, eso es todo.

Ellos le enseñarían que los letreros de rebelión se los tragó la tierra y con él quedó sepultado ese espíritu universitario. Llegó a la cabeza la palabra exilio.

el destino hizo que Nueva York se cruzara en su camino

Entre rascacielos

Nueva York nunca estuvo en la lista de las alternativas cuando pensó salir de Guatemala. No le llamaba la atención el corazón del imperio, donde los rascacielos hacen sombra tapando el sol y donde Times Square le abruma la pupila. Él quería un lugar diferente, un lugar que le permitiera seguir su carrera política, un lugar del mundo donde pudiera seguir siendo Jorge. Formularios y aplicaciones por Internet para cumplir con las amonestaciones de asilo, hizo por montón. Pero fue la Gran Manzana la que se atravesó en su camino.

Jorge llegó el 25 de octubre  con visa de turista al Aeropuerto John F. Kennedy. En su equipaje 50 libras de papel, todas las pruebas para que no existiera oportunidad para un “no”, él quería el asilo. Tenía premura, el periodo para aplicar una vez pisado el suelo neoyorquino era de 30 días, de lo contrario podría ser obstruido el proceso. Un día después de haber dejado las chamarras, algunos pantalones y los libros, buscó un abogado. Realizó la búsqueda de entre diarios  e internet hasta encontrar el Centro de Ayuda para Refugiados Salvadoreños y Guatemaltecos. Se equipó con la mayor cantidad de pruebas y llegó a su primera cita con el encargado del caso.

Su mirada lo dijo todo

su comportamiento

su actitud ansiosa

el juego de las manos

las pupilas despiertas

los reflejos en alerta

Todas las señales dieron luz verde al centro de refugiados para tomar su caso.

Entre los números  tres, cero, siete, cinco está hoy día un expediente con el que se comenzó a entretejer el armazón de un rompecabezas. Incluía fotos de las placas de los carros que en las noches lo acosaban, números de teléfono con decenas de llamadas sin respuesta, cartas de ayuda que realizó a la Comisión de Derechos Humanos. Gritos de auxilio, peticiones, cartas, anécdotas… Todo quedó registrado. También su voz, su rostro, sus lunares.

Las autoridades neoyorquinas concluyeron, después de varios días de investigación y cotejo de documentación, que todo era un complot para que Jorge muriera en el encierro o en algún accidente inexplicable. El empujón final fue la carta que presentó el Programa para Sobrevivientes de Tortura de la New York University (NYU Program for Survivors of Torture) el contenido certificaba que Jorge era una víctima. Con ese veredicto, completó los requisitos y su asilo empezó.

Han pasado 18 años fuera del país que lo vio nacer.

El hombre de gabán negra va caminando en la acera ancha de la 5a Avenida, se dirige hacia la biblioteca pública de Nueva York, uno de los refugios que ha encontrado para mantener viva su pasión por la lectura. Su segundo refugio es la iglesia. Allí dentro cuenta de su fe que siempre ha mantenido viva.

No fotos,  no videos.

Jorge es un alma política extraviada en la Gran Manzana que recorre los lugares que hacen parte de su rutina diaria. Ahora toca el turno de Harlem, un barrio donde no necesita hablar inglés, encuentra café colombiano y tamales mexicanos, en un mercado hispano donde los precios son más accesibles comparado con las tiendas comunes.

Harlem es el lugar de los inmigrantes, legales e ilegales. Comienza el invierno, se siente el viento frío en la nariz y las pestañas. Es curiosa la forma en la que el frío va congelando el cuerpo por cualquier agujero que exponga la piel a la superficie. Las orejas, los labios y las manos, son un blanco seguro. El punto de encuentro es el  Mc Donald’s de la calle 138, la parada es City College de la línea 1 del tren. A Jorge no le molesta el frío, le gustan las calles blancas. Ahora es el turno de conocer el City College, también en Harlem, el barrio que lo adoptó. Jorge sonríe, se siente en casa. Empuja la puerta, se abre un edificio.

Jorge es ex alumno de pregrado de artes liberales y hoy estudia una maestría en estudios liberales lo que le permite permanecer en contacto con lecturas políticas y filosóficas. El rumbo nos dirige hacia la biblioteca, el lugar donde pasa la mayoría de sus días retomando las líneas de la academia. Lee en inglés, escribe en inglés, piensa en español.  Se reúne con su grupo de trabajo por Skype —como la mayoría de veces, todo es virtual—. El tiene la mitad de un siglo y  sus compañeros  de clase aún no superan los 30. Hace un año, cuando se graduó del pregrado,  a su lado posaron para la fotografía del recuerdo jóvenes pubertos con el acné a flor de piel, otros parecían recién salidos de la secundaria. Clases en inglés, ensayos en un idioma que se obligó aprender siendo adulto. Fue estudiante de tiempo completo financiado por el sistema educativo de préstamos hasta lograr la meta, otro título, otra prueba.

Empieza un nuevo año, el 2016.

Jorge cumple años y no le gustan los regalos. Está de vacaciones de los estudios de maestría. Hace dos días nevó 12 pulgadas, la primer tormenta de nieve en la ciudad ruidosa en la que nunca contempló estar. Disfruta de las calles como copos de algodón. No quiere volver a Guatemala.

Hora de comer. En el Mc Donald’s de la avenida Madison y 40 Street venden dos hamburguesas por tres dólares. Viste camisa y pantalón de vestir, ya es ciudadano americano. Se acercan las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Jorge tiene publicidad electoral en sus manos, le apuesta a un candidato demócrata. Se trata de Bernie Sanders. Le hace fuerza, habla de él, conoce sus propuestas. Le escribió un correo de apoyo y recibió respuesta. Ahora le hace propaganda, seguro votará por él.

Tres meses de encuentro,  tres comidas y varios cafés, biblioteca, universidad, en medio de Manhattan. La toma es perfecta.

No fotos, no video.

Entonces Jorge se deshace de  su gabán negro, se quita los zapatos. Accede a que otro luzca como él. La cámara hace click a este Jorge reconstruido por la imaginación.

Una curul, un exilio…

Eran los 90. Su bajo perfil y su rol de empresario agrícola, cosechar y surtir mercados móviles al que se había dedicado después de dejar los estudios de la universidad, se vieron interrumpidos por una campaña política que lo situaría por un periodo de cuatro años como diputado. Una campaña que llegó como pedida del cielo. Resultó teniendo una acogida exitosa, no tuvo que invertir mucho dinero ni publicidad, la gente parecía conocerlo y obtuvo los votos  suficientes para ser elegido por el partido de empresarios que representaba. De avanzada nacional, un partido de derecha, llamado al igual que un partido mexicano y que aún existe.

Sus noches empezaron a empalmar con las auroras y el trabajo que se dispuso hacer fue velar por el sueño, la voz, el anhelo, todo eso que por años había permanecido en un alma inquieta. Una utopía rota por la gratitud de un cargo que lo obligaba a implementar desde el legislativo, leyes justas  para garantizar unas condiciones de vida digna. El corazón volvió a latir, los años de juventud en medio de las revueltas lo hacían vibrar ahora desde las esferas del poder.

El camino estaba minado. Que la derecha apoyara a un diputado con alma de izquierda, resultó una mezcla explosiva. Guatemala no le estaba ofreciendo lo suficiente a su gente —no porque la patria no lo pudiera hacer sino porque muchos  dirigentes, eran individualistas y egoístas—, enseñados a subyugar con ínfulas de capataces como si hubieran llegado desde la conquista con el mismo Pedro de Alvarado.

Como legislador, Jorge logró acuerdos que aseguraran nuevas políticas públicas para el país. Ayudó a que el presupuesto incluyera suficientes gastos en educación, salud social, cultura y  planteó una reforma para reducir la cantidad de homicidios: la alcanzó a lograr. Se trataba de reducir el gasto militar y re establecer una nueva policía nacional, con apoyo de las instituciones educativas para jóvenes, donde se explicará el valor a la vida, el respeto por el otro y que entendieran que solo había una oportunidad de vivir y era está.

Estaba funcionando, pero implicaba seguir invirtiendo en educación. Los que se nutrían del presupuesto militar no estuvieron de acuerdo.

La depresión llegó primero, después la desolación. Vio de cerca a la corrupción desmontado sus proyectos políticos y todo lo que con tanto esfuerzo orquestó como diputado. Con los mismos ojos café oscuros que alcanzaron a ver el progreso en las vías, la salud, la disminución en la tasa de mortalidad, vio la verdadera miseria de América Latina: corrupción, corrupción, corrupción. Un año después de su mandato, los carros armados lo esperaban en la puerta de su apartamento. Jorge se había convertido en esperanza en una Guatemala desgarrada.

La situación se salió de control. Su espalda no podía sostener el peso de una persecución que aunque no le arrancaba la vida, amenazaba con enloquecerlo.

Hace una pausa, viene la pesadilla. Una mañana recibió la llamada en el despacho. Nadie habló del otro lado del auricular. La respiración pausada, ronca, seca, se le filtró por la oreja. El miedo recorrió el cuello, colgó. Llegaron las advertencias, intimidaciones, sobornos,  cartas, sumarios, indirectas, directas, disparos y atentados fantasmas.

Otra llamada, mismo ritual. ¡Tuuuuuuuuu! colgaron.

Una mañana cualquiera camina por el centro de Guatemala y un hombre en sentido contrario golpea su hombro, le entrega una bala. Toma el proyectil en la palma derecha, increpa: ¿qué quieres que haga con ella? el tipo se esfuma en medio de la multitud de un centro abarrotado, no hubo respuesta. Llegó el momento de abandonar la tierra del jocón, el pepián, los paches, las enchiladas, los tamalitos de Chipilín. Entonces todo o nada, siempre ha sido así. Quedarse y morir o marcharse y vivir. Tomar sus valijas y un avión o esconderse en casa. Ser un obituario en las noticias  o una cifra dentro de la etiqueta de los refugiados. Español o inglés. Familia o soledad. Guatemala o New York.

Me llamaré Jorge… siempre me ha gustado ese nombre.

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