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Pelé , la leyenda del fútbol , más allá del “jogo bonito”

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EP New York | Agencias

Por Gustavo Lugo

Muere Pelé, el rey del ‘jogo bonito’

SAO PAULO  — Pelé, el rey brasileño del fútbol, único en ganar tres Copas del Mundo y una de las máximas figuras deportivas del último siglo falleció el jueves. Tenía 82 años.

El astro, cuyo nombre se convirtió en sinónimo de excelencia del fútbol y símbolo del “jogo bonito” brasileño, se había sometido a un tratamiento contra el cáncer de colon desde 2021 y permaneció hospitalizado el último mes, con una serie de padecimientos adicionales.

El Hospital Albert Einstein, donde estaba el exdeportista, informó que el fallecimiento ocurrió a consecuencia de una falla orgánica múltiple, derivada del cáncer.

“Pelé cambió todo. Transformó el fútbol en arte y entretenimiento”, dijo Neymar, figura actual de la selección brasileña. “Dio voz a los pobres, a los negros y, por encima de todo, dio visibilidad a Brasil. ¡El fútbol y Brasil elevaron su posición gracias al Rey! Ahora se ha ido, pero su magia perdurará. ¡Pelé es eterno!”.

Está planeado el funeral para el lunes y martes y su féretro será trasladado por las calles de Santos, la ciudad costera en donde inició su carrera, antes del entierro.

Considerado ampliamente como uno de los mejores futbolistas de la historia, Pelé pasó casi dos décadas fascinando a los aficionados y superando a sus rivales, como el máximo goleador en la historia del club brasileño Santos y de la selección.

Su gracia, virtudes atléticas y habilidad increíble hipnotizaron a seguidores y rivales por igual. Orquestó un estilo rápido y fluido de juego que revolucionó el fútbol –una suerte de baile semejante a la samba que llevaba además la elegancia de Brasil a la cancha.

“Todo lo que somos es gracias a ti”, escribió su hija Kely Nascimento en Instagram. “Te amamos infinitamente. Descansa en paz”.

Pelé condujo a Brasil a la elite futbolística y se convirtió en un embajador global de su deporte a lo largo de una trayectoria que comenzó en las calles del estado de Sao Paulo, donde pateaba una pelota improvisada con una media rellena de trapos o papeles.

En el debate sobre quién ha sido el mejor futbolista de la historia, el nombre de Pelé aparece siempre, a menudo junto al del también fallecido Diego Maradona y a los de dos jugadores aún en activo: Lionel Messi y Cristiano Ronaldo.

Fuentes distintas, que contabilizan diferentes series de partidos, estiman que el total de goles de Pelé oscila entre 650 (encuentros de liga) y 1.281 (todos sus cotejos profesionales sin límite de edad, incluidos algunos de categorías inferiores).

“O Rei” saltó a la fama a los 17 años, durante el Mundial de 1958 realizado en Suecia. Es el jugador más joven en la historia de la Copa del Mundo.

Sus compañeros lo sacaron de la cancha en hombros luego de que marcó dos goles para que la selección brasileña ganara su primer título, al imponerse 5-2 sobre el anfitrión en la final.

Una lesión lo limitó a jugar sólo dos partidos en el Mundial de 1962 en Chile, donde Brasil refrendó su cetro. En cambio, fue el emblema del equipo que se consagró campeón en 1970, en México.

Durante la final en el Estadio Azteca anotó un gol y abasteció a Carlos Alberto mediante un pase a ciegas para que la Seleção aplastara 4-1 a Italia y se convirtiera en la primera tricampeona de la historia.

La imagen de Pelé con la camiseta amarilla y el número 10 estampado en verde sobre los dorsales, perdura en la mente de los aficionados en todo el mundo, lo mismo que su característica celebración de los goles –saltando en el aire con el puño derecho por encima de la cabeza.

Su fama fue tal que los bandos de la guerra civil de Nigeria acordaron un cese al fuego en 1967 para que Pelé pudiera jugar en un partido de exhibición en el país africano.

Cuando visitó Washington, en un intento por popularizar el fútbol en Estados Unidos, fue el presidente de la nación el primero en estrecharle la mano.

“Mi nombre es Ronald Reagan y soy el presidente de los Estados Unidos”, dijo el anfitrión al visitante. “Usted, en cambio, no necesita presentarse, porque todos sabemos quién es Pelé”.

Pelé fue el primer héroe nacional brasileño de raza negra en la historia moderna. Sin embargo, rara vez habló de racismo en un país donde los ricos y poderosos suelen pertenecer a la minoría blanca.

Aficionados rivales llegaron a insultar a Pelé con ruidos semejantes a los de un mono, tanto en su país como en el extranjero.

“Él dijo que jamás habría jugado si hubiera tenido que parar cada vez que escuchaba esos cánticos”, dijo Angelica Basthi, una biógrafa de Pelé. “Él ha sido clave para el orgullo de la gente negra en Brasil, pero jamás quiso ser un abanderado”.

Después de su retiro del fútbol, Pelé incursionó en muchas actividades. Fue político –ministro extraordinario para el deporte en Brasil–, empresario adinerado y embajador para la UNESCO, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

También participó en varias películas, telenovelas y hasta compuso canciones y grabó discos de música popular brasileña.

En 1981, Pelé fue coprotagonista de la película Victoria, junto a Sylvester Stallone y Michael Caine, en la que varios prisioneros utilizan un juego de fútbol para escapar de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.

A medida que su salud se deterioró, sus viajes y apariciones públicas se volvieron menos frecuentes.

En sus últimos años, se le solía ver en silla de ruedas. No asistió a una ceremonia para develar una estatua inspirada en su imagen a fin de conmemorar al equipo campeón en 1970.

Pasó su 80mo cumpleaños apenas con unos pocos amigos en un casa de playa.

Nació con el nombre de Edson Arantes do Nascimento en la pequeña localidad de Três Corações, en el estado de Minas Gerais, el 23 de octubre de 1940. En su niñez, lustraba zapatos para comprar su modesta indumentaria de fútbol.

Su talento llamó la atención cuando tenía 11 años y un jugador profesional de la región lo llevó a las fuerzas inferiores de Santos. No pasó mucho tiempo para que llegara al primer equipo.

Pese a su juventud y a su estatura de 1,72 metros, anotaba ante jugadores más corpulentos y experimentados con la misma facilidad con que lo lograba frente a sus amigos de la infancia.

Debutó con el club brasileño en 1956, a los 16 años, y el club ganó rápidamente reconocimiento mundial.

El nombre de Pelé surgió de él mismo, quien no pronunciaba adecuadamente el nombre de un jugador llamado Bilé.

Acudió al Mundial de 1958 como suplente, pero se convirtió en un jugador clave para la selección que consiguió el campeonato.

Su primer gol en la final, en el que le hizo un sombrerito a un defensor para luego definir de volea, fue señalado como uno de los mejores en la historia de los mundiales.

El Mundial de Inglaterra 1966, ganado por los dueños de casa, fue amargo para Pelé. Luego de anotar un gol en el debut, un triunfo ante Bulgaria, Pelé fue descartado por lesión para el segundo compromiso que los brasileños perdieron contra Hungría.

Mermado físicamente por el juego brusco, gravitó poco en la derrota ante Portugal que decretó la eliminación brasileña en la fase de grupos.

Furioso por las faltas en su contra, Pelé juró que había disputado su último Mundial.

Pero cambió de opinión y lució rejuvenecido en el Mundial de 1970. Con un cabezazo, Pelé marcó aquel gol de la final en su último partido mundialista.

En total, Pelé disputó 114 partidos con la selección nacional para fijar un récord de 95 goles, incluidos 77 en partidos oficiales.

Su estadía con Santos abarcó tres décadas. Tras la campaña de 1972 permaneció semirretirado.

Clubes acaudalados de Europa trataron de ficharlo, pero el gobierno brasileño intervino para impedir su transferencia, al considerarlo patrimonio nacional.

En la cancha, la energía, visión e imaginación de Pelé fueron cruciales para una talentosa selección, con un estilo veloz y hábil que ejemplificó el “Jogo Bonito” o Juego Bonito.

En su autobiografía de 1977, Pelé volvió la expresión una parte del léxico mundial del fútbol, al titularla “Mi Vida y el Jogo Bonito”.

En 1975, se incorporó al Cosmos de Nueva York, de la North American Soccer League. Aunque tenía 34 años y había dejado atrás su época de mayores facultades, dio una prominencia fugaz al fútbol en Estados Unidos.

Guio al Cosmos al título de liga en 1977 y anotó 64 goles en tres campañas.

Pelé puso punto final a su carrera el 1 de octubre de 1977, con un partido amistoso entre el Cosmos y Santos ante una multitud de unos 77.000 espectadores en Nueva Jersey y jugando una mitad con cada club.

Entre los dignatarios que asistieron al partido figuró el único deportista que quizás rivalizaba con la fama mundial de Pelé –Muhammad Ali.

Pelé celebra los ‘100’ de su madre Celeste

Celeste , su madre , acaba de cumplir 100 años. Estuvo casada con Joao Ramos do Nascimento, un futbolista mineiro. Tuvieron tres hijos: María Lucia, Jair y Edson. Edson pasó a la historia como Pelé, el astro brasileño que ganó tres Mundiales, revolucionó el fútbol y murió este jueves en San Pablo. Celeste era su doña Tota.

Poco se sabe de Celeste Arantes do Nascimento, la mujer que acunó los sueños de su hijo cuando aún no había sido entronizado como O Rei. El 20 de noviembre, mientras se palpitaba el comienzo del Mundial de Qatar 2022, Pelé celebró el centenario cumpleaños de su mamá.

“Desde pequeño me enseñó el valor del amor y la paz. Tengo más de cien razones para estar agradecido por ser tu hijo. Les comparto estas fotos, con mucha emoción para celebrar este día. Gracias por cada día a tu lado, mamá“, manifestó el campeón del mundo en Suecia 1958, Chile 1962 y México 1970. 

En su vida personal, Pelé vivió momentos difíciles, particularmente cuando su hijo Edinho fue arrestado por cargos de drogas.

Pelé tuvo dos hijas fuera del matrimonio. Procreó cinco hijos en sus primeros dos matrimonios, con Rosemeri dos Reis Cholbi y Assiria Seixas Lemos.

Se casó después con la empresaria Marcia Cibele Aoki.

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Nuevo chantaje nuclear de Putin alerta a occidente

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EP New York | Rusia vs Ucrania

Entre el ajedrez y el chantaje: las nuevas amenazas nucleares de Vladimir Putin

El líder de Rusia sabe que sus oponentes, liderados por el presidente Joe Biden, son los que más temen una escalada del conflicto.

El presidente Vladimir Putin ha amenazado con recurrir al arsenal de armas nucleares de Rusia en tres ocasiones durante los últimos dos años: una vez al comienzo de la guerra contra Ucrania hace dos años, otra cuando estaba perdiendo terreno y de nuevo el jueves, cuando percibe que está mermando las defensas de Ucrania y la determinación estadounidense.

En todos los casos, la beligerancia ha servido para el mismo propósito. Putin sabe que sus oponentes, liderados por el presidente Joe Biden, son los que más temen una escalada del conflicto. Incluso las bravatas nucleares sirven para recordarles a sus numerosos adversarios sobre los riesgos de presionarlo demasiado.

Pero el discurso, equivalente al Estado de la Unión de EE. UU., que Putin pronunció el jueves también contenía algunos elementos nuevos. No solo señaló que redoblaba su “operación militar especial” en Ucrania. También dejó claro que no tenía intención de renegociar el último gran tratado de control de armamentos en vigor con Estados Unidos —que expira en menos de dos años—, a menos que el nuevo acuerdo decida el destino de Ucrania, presumiblemente con gran parte del mismo en manos de Rusia.

Algunos lo llamarían ajedrez nuclear, otros chantaje nuclear. En la insistencia de Putin acerca de que los controles nucleares, y la existencia continuada del Estado ucraniano deben decidirse de manera conjunta, está implícita la amenaza de que el líder ruso estaría encantado de dejar expirar todos los límites actuales sobre las armas estratégicas desplegadas. Eso lo liberaría para usar tantas armas nucleares como quisiera.

Y aunque Putin dijo que no tenía interés en emprender otra carrera armamentística, algo que contribuyó a la bancarrota de la Unión Soviética, la implicación era que Estados Unidos y Rusia, que ya se encuentran en un constante estado de confrontación, volverían a la peor competencia de la Guerra Fría.

“Estamos tratando con un Estado —dijo, refiriéndose a Estados Unidos— cuyos círculos dirigentes están emprendiendo acciones abiertamente hostiles contra nosotros. ¿Y qué?”.

“¿Van a discutir seriamente con nosotros temas de estabilidad estratégica”, añadió, utilizando el término para referirse a los acuerdos sobre controles nucleares, “mientras que al mismo tiempo intentan infligir, como ellos mismos dicen, una ‘derrota estratégica’ a Rusia en el campo de batalla?”.

Con esos comentarios, Putin subrayó uno de los aspectos distintivos y más inquietantes de la guerra en Ucrania. Una y otra vez, sus altos mandos militares y estrategas han hablado del uso de armas nucleares como el próximo paso lógico si sus fuerzas convencionales resultan insuficientes en el campo de batalla, o si necesitan ahuyentar una intervención occidental.

Esa estrategia es coherente con la doctrina militar rusa. Y en los primeros días de la guerra en Ucrania, asustó claramente al gobierno de Joe Biden y a los aliados de la OTAN en Europa, quienes dudaron en proporcionar misiles de largo alcance, tanques y aviones de combate a Ucrania por temor a que esto desencadenara una respuesta nuclear o hiciera que Rusia atacara más allá de las fronteras de Ucrania, en territorio de la OTAN.

En octubre de 2022, surgió un segundo aspecto sobre el posible uso de armas nucleares por parte de Rusia, no solo por las declaraciones de Putin, sino por informes de los servicios de inteligencia estadounidenses que sugerían que podrían utilizarse armas nucleares en el campo de batalla contra bases militares ucranianas. Tras unas semanas de tensión, la crisis disminuyó.

En el año y medio transcurrido desde entonces, Biden y sus aliados han ido confiando cada vez más en que, a pesar de todas las fanfarronadas de Putin, no quería enfrentarse a la OTAN y sus fuerzas. Pero cada vez que el dirigente ruso invoca sus poderes nucleares, se desencadena una oleada de temor de que, si se le lleva demasiado lejos, podría demostrar su voluntad de hacer estallar un arma, tal vez en un lugar remoto, para hacer retroceder a sus adversarios.

“En este entorno, Putin podría volver a agitar el sable nuclear, y sería una tontería descartar por completo los riesgos de escalada”, escribió recientemente en Foreign Affairs William J. Burns, director de la CIA y exembajador de EE. UU. en Rusia cuando Putin asumió inicialmente el cargo. “Pero sería igualmente insensato dejarse intimidar innecesariamente por ellos”.

En su discurso, Putin presentó a Rusia como el Estado agredido y no como el agresor. “Ellos mismos eligen los objetivos para atacar nuestro territorio”, dijo. “Empezaron a hablar de la posibilidad de enviar contingentes militares de la OTAN a Ucrania”.

Esa posibilidad fue planteada por el presidente de Francia, Emmanuel Macron, esta semana. Mientras la mayoría de los aliados de la OTAN hablan de ayudar a Ucrania a defenderse, dijo, “la derrota de Rusia es indispensable para la seguridad y la estabilidad de Europa”. Pero la posibilidad de enviar soldados a Ucrania fue descartada de inmediato por Estados Unidos, Alemania y otros países (Macron le hizo el juego a Putin, según algunos analistas, al exponer las divisiones entre los aliados).

Sin embargo, Putin puede haber intuido que era un momento especialmente propicio para sondear cuán profundos eran los temores de Occidente. La reciente declaración del expresidente Donald Trump de que Rusia podía hacer “lo que le diera la gana” a un país de la OTAN que no contribuyera con los recursos necesarios para la defensa colectiva de la alianza, y de que él no respondería, se hizo sentir profundamente en toda Europa. También lo ha hecho la negativa del Congreso, hasta ahora, para proporcionar más armas a Ucrania.

Es posible que el dirigente ruso también estuviera respondiendo a las especulaciones de que Estados Unidos, preocupado porque Ucrania parece encaminada a la derrota, podría proporcionar misiles de mayor alcance a Kiev o confiscar los 300.000 millones de dólares de activos rusos congelados desde hace tiempo que ahora se encuentran en bancos occidentales y entregárselos al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, para que compre más armas.

Cualquiera que haya sido el detonante, el mensaje de Putin fue claro: considera la victoria en Ucrania como una lucha existencial, fundamental para su gran plan de restaurar la gloria de los días en que Pedro el Grande gobernó en el apogeo del Imperio ruso. Y cuando una lucha se considera una guerra de supervivencia y no una guerra de elección, el salto a discutir el uso de armas nucleares es pequeño.

Su apuesta es que Estados Unidos se dirige en la otra dirección, volviéndose más aislacionista, más reacio a enfrentarse a las amenazas de Rusia y, desde luego, sin mostrar interés frente a las amenazas nucleares rusas como hicieron los presidentes John F. Kennedy en 1962 o Ronald Reagan en los últimos días de la Unión Soviética.

El hecho de que los actuales dirigentes republicanos, que habían suministrado armas a Ucrania con entusiasmo durante el primer año y medio de guerra, hayan atendido ahora los llamados de Trump para cortar ese flujo puede ser la mejor noticia que Putin ha recibido en dos años.

“Cada vez que los rusos recurren a la beligerancia nuclear, es señal de que reconocen que aún no tienen la capacidad militar convencional que creían tener”, declaró el jueves en una entrevista Ernest J. Moniz, ex secretario de Energía del gobierno de Obama y actual director ejecutivo de la Iniciativa contra la Amenaza Nuclear, una organización que trabaja para reducir las amenazas nucleares y biológicas.

“Pero eso significa que su postura nuclear es algo en lo que confían cada vez más”, dijo. Y “eso amplifica el riesgo”.


Publicado en NYT por David E. Sanger periodista del Times durante más de cuatro décadas

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Agencias

Yulia Navalnaya continuará con legado político de Navalny

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EP New York | enfoque mundial

Yulia Navalnaya incursiona en política para preservar el legado de Navalny

La esposa de Alexéi Navalny había evitado la atención mediática, pero la muerte del líder opositor más famoso de Rusia puede hacer que eso sea imposible. “No tengo derecho a rendirme”, dijo.

Era agosto de 2020, Yulia Navalnaya, la esposa del líder opositor más famoso de Rusia, daba grandes zancadas por los pasillos desgastados y sombríos de un hospital provincial ruso en busca de la habitación donde su esposo yacía en coma.

Alexéi Navalny había colapsado tras recibir lo que investigadores médicos alemanes después declararían como una dosis casi fatal de la neurotoxina novichok, y su esposa, a quien policías amenazantes le impedían moverse por el hospital, volteó hacia la cámara de un celular que tenía un integrante de su equipo.

Con voz tranquila en un momento impactante que luego se incluyó en >Navalny< un documental ganador del premio Oscar, Navalnaya dijo: “Exigimos la liberación inmediata de Alexéi, porque en este instante en este hospital hay más policías y agentes del gobierno que médicos”.

Hubo otro suceso similar el lunes, cuando bajo circunstancias incluso más trágicas, Navalnaya habló ante una cámara tres días después de que el gobierno ruso anunció que su marido falleció en una brutal colonia penal de máxima seguridad en el Ártico. Su viuda culpó al presidente Vladimir Putin por la muerte y anunció que ella asumiría la causa de su esposo y exhortó a los rusos a unírsele.

En un discurso breve y pregrabado que fue publicado en redes sociales, Navalnaya dijo: “Al matar a Alexéi, Putin mató a mi mitad, la mitad de mi corazón y la mitad de mi alma. Pero me queda otra mitad y esta me dice que no tengo derecho a rendirme”.

Durante más de dos décadas, Navalnaya había evitado asumir cualquier papel político en público porque alegaba que su propósito en la vida era apoyar a su esposo y proteger a sus dos hijos. “Considero que mi labor es que nada cambie en nuestra familia, que los niños sean niños y el hogar sea un hogar”, dijo Navalnaya a la edición rusa de la revista Harper’s Bazaar en 2021, una de las pocas entrevistas que ha concedido.

Pero eso cambió el lunes.

Navalnaya enfrenta el gran reto de intentar que vuelva a funcionar el desmotivado movimiento de oposición desde el extranjero, ya que cientos de miles de sus simpatizantes han sido obligados a exiliarse por un Kremlin cada vez más represivo que ha respondido a cualquier crítica a su invasión a Ucrania, que inició hace dos años, con duras sentencias de cárcel. El movimiento político y la fundación de su esposo, que expusieron la corrupción en las altas esferas del poder, fueron declaradas como organizaciones extremistas en 2021 y se les prohibió operar en Rusia.

Aunque no desestiman las dificultades, sus amigos y asociados creen que Navalnaya, de 47 años, tiene una oportunidad de éxito gracias a lo que llaman su combinación de inteligencia, porte, determinación férrea, resiliencia, pragmatismo y carisma.

Su presencia es algo inusual en Rusia: una mujer destacada en un país donde las mujeres reconocidas en la política son poco comunes, a pesar de sus muchos logros en otros campos. Analistas afirman que, aparte de la amplia autoridad moral que ha adquirido tras la muerte de su marido, Navalnaya podría beneficiarse de una brecha generacional en Rusia, donde los rusos más jóvenes y postsoviéticos aceptan más la equidad de género.

Tan pronto como Navalnaya hizo su declaración el lunes, la maquinaria propagandística estatal rusa se puso en acción, por lo que trató de presentarla como una herramienta de las agencias de inteligencia de Occidente y alguien que frecuentaba complejos turísticos y fiestas de celebridades.

Navalnaya nació en Moscú en una familia de clase media; su madre trabajaba para un ministerio gubernamental y su padre era empleado de un instituto de investigación. Sus padres se divorciaron al poco tiempo y su padre murió cuando ella tenía 18 años. Navalnaya se graduó en Relaciones Internacionales y después trabajó brevemente en un banco antes de conocer a Navalny en 1998 y casarse con él en 2000. Ambos eran cristianos ortodoxos rusos.

Una hija, Daria, que ahora estudia en California, nació en 2001, y un hijo, Zakhar, nació en 2008, quien asiste a la escuela en Alemania, donde vive Navalnaya.

Aunque no era abiertamente política, Navalnaya siempre estuvo al lado de su esposo. Lo acompañó en manifestaciones y durante sus numerosos procesos judiciales y sentencias de prisión. Navalnaya estaba con él durante su campaña para alcalde de Moscú en 2013, y en 2017, cuando un ataque con un tinte químico verde casi lo deja ciego de un ojo.

En 2020, cuando Navalny fue envenenado, Navalnaya le exigió de manera pública a Putin que su marido fuera evacuado en ambulancia aérea a Alemania y, durante sus 18 días en coma, ella permaneció a su lado, habló con él y reprodujo sus canciones favoritas como “Perfect Day” de Duran Duran. Tras recuperar el conocimiento, Navalny escribió en redes sociales: “Yulia, me salvaste”.

Navalnaya sobrevivió un intento de envenenamiento en Kaliningrado un par de meses antes que seguramente estaba dirigido a él, dijeron sus amigos, pero ella no siguió pensando en eso.

Navalnaya ha sido comparada con otras mujeres que han continuado las batallas políticas de sus maridos asesinados o encarcelados. Entre ellas se encuentran Corazón Aquino, cuyo esposo fue asesinado en 1983, cuando bajaba de un avión en Filipinas al regresar de su exilio; luego, derrotó al entonces presidente Ferdinand Marcos. También está Sviatlana Tsikhanouskaya, quien lideró la oposición en las elecciones presidenciales de 2020 en Bielorrusia, país vecino de Rusia, después de que su marido fuera encarcelado. Ella misma se vio obligada al exilio.

Al final, los analistas indican que una “persona normal” con autoridad moral podría tener éxito donde alguien dedicado a la política no podría.

“Ella quiere terminar la tarea que Alexéi trágicamente dejó incompleta: hacer que Rusia sea un país libre, democrático, pacífico y próspero”, dijo Sergei Guriev, un amigo de la familia y un destacado economista ruso que es director académico del Instituto de Estudios Políticos de París. “Ella también va a demostrarle a Putin que eliminar a Alexéi no acabará con su causa”.

Publicado en New York Times

 

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Agencias

Por qué el modelo “Bukele” no puede aplicarse a otros países de A.L.

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EP New York. | Latinoamérica | El Salvador

Por qué el modelo Bukele no va a funcionar en otros países de América Latina

Aunque todavía se están contando los votos, el presidente Nayib Bukele se adjudicó una victoria aplastante las elecciones y afirmó que ganó con más del 85 por ciento de los votos. Si esos resultados se mantienen cuando se anuncie el conteo oficial, ni siquiera los presidentes populistas más conocidos de América Latina, como el presidente venezolano Hugo Chávez o el boliviano Evo Morales, habrán estado cerca de ganar unas elecciones con esos márgenes.

El ascenso sin precedentes de Bukele se explica debido a un factor: el sorprendente descenso en la tasa de delincuencia de El Salvador. Desde que asumió la presidencia en 2019, la tasa de homicidios intencionales ha bajado del 38 por cada 100.000 ese año a 7,8 en 2022, muy por debajo del promedio en América Latina del 16,4 para el mismo año.

Las medidas enérgicas que Bukele ha encabezado para combatir el crimen organizado prácticamente han desmantelado a las pandillas que aterrorizaron a la población durante décadas. También ha cobrado un precio oneroso a los derechos humanos, las libertades civiles y la democracia de los salvadoreños. Desde marzo de 2022, cuando Bukele declaró un estado de excepción que dejó suspendidas algunas libertades civiles básicas, las fuerzas de seguridad han encarcelado aproximadamente a 75.000 personas. Uno de cada 45 adultos en el país está en prisión.

Ante esta situación, otros líderes de la región han debatido la posibilidad de adoptar muchas de las mismas medidas drásticas para combatir la violencia delictiva en su país. Sin embargo, aunque estuvieran dispuestos a hacer los mismos compromisos que ha hecho el gobierno de Bukele —calles más seguras empleando métodos diametralmente opuestos a la democracia— quizá no conseguirían los mismos resultados. Las condiciones que hicieron posible el éxito de Bukele y su notoriedad política son únicas de El Salvador y no son exportables.

En nuestro recorrido por las calles de la capital, San Salvador, en los días anteriores a las elecciones, vimos cómo las familias han regresado a los parques. Ahora, las personas pueden atravesar las fronteras entre distintos barrios que antes estaban controlados por pandillas y eran imposibles cruzar. El centro de la ciudad, que por años quedaba casi vacío al atardecer, ahora está activo hasta altas horas de la noche.

El problema es que El Salvador, que emprendió una transición hacia la democracia en la década de 1990, se ha desviado de esa ruta. Bukele tiene control en los poderes del gobierno. La nación de 6,4 millones de habitantes funciona como un Estado policial: no es inusual que soldados y policías retiren a los ciudadanos de las calles y los encarcelen de manera indefinida sin ninguna razón y sin darles acceso a un abogado. Hay noticias creíbles de que los reclusos han sido torturados. Varios críticos del gobierno comentaron que los han amenazado con presentar acusaciones en su contra, además de que se han empleado programas espía para monitorear a algunos periodistas. Incluso la votación del domingo pasado se encuentra bajo el microscopio porque el sistema de transmisión de los resultados de la votación preliminar dejó de funcionar de manera muy inusual.

Como politólogos, con experiencia en el estudio de la política latinoamericana, le hemos dado seguimiento al creciente grupo de seguidores de Bukele en la región. En el vecino Honduras, la presidenta de izquierda, Xiomara Castro, declaró una “la guerra a la extorsión” contra las pandillas a finales de 2022. Al igual que en El Salvador, Castro decretó un estado de excepción, pero, aunque la tasa de homicidios ha bajado, las pandillas todavía conservan mucho poder.

Más al sur, Ecuador se tambalea por su propio brote de violencia de las bandas. Cuando uno de nosotros fue de visita el año pasado, varias personas entrevistadas señalaron que les encantaría que “alguien como Bukele” llegara a poner orden. Incluso en Chile, que históricamente ha sido una democracia más sólida y un país más seguro que El Salvador, pero en donde la criminalidad va en aumento, Bukele cuenta con un porcentaje de aprobación del 78 por ciento.

No es ningún misterio por qué el modelo de medidas estrictas contra el crimen de Bukele es tan atractivo en América Latina. En 2021, según un grupo de investigación mexicano, en la región se encontraban 38 de las 50 ciudades más peligrosas del mundo. En un año típico, esta región en la que ahora vive solo el ocho por ciento de la población mundial, sufre alrededor de un tercio del número total de asesinatos.

Pero quienes copian las medidas de Bukele y aquellos que creen que su modelo puede replicarse en cualquier lugar no han considerado un punto clave: no es probable que las condiciones que le permitieron controlar a las pandillas en El Salvador se presenten en otras partes de América Latina.

Las pandillas de El Salvador son únicas y están lejos de ser como las organizaciones criminales más sólidas de la región. Durante décadas, unas cuantas pandillas se enfrentaron entre sí para conseguir el control de territorios y ganaron poder social y político. Pero, a diferencia de los cárteles en México, Colombia y Brasil, las pandillas de El Salvador no han sido actores importantes en el comercio global de drogas y habían estado más bien enfocadas en la extorsión. En comparación con estos otros grupos, contaban con finanzas limitadas y no tenían tanto armamento.

Bukele comenzó a desactivar a las pandillas mediante negociaciones con sus líderes, según algunos reportes periodísticos de investigación salvadoreños y una investigación criminal encabezada por un antiguo fiscal general (algo que el gobierno niega). Después, cuando Bukele comenzó a detener a sus soldados de a pie en redadas masivas que llevaron a muchas personas inocentes a las prisiones, las pandillas colapsaron.

La historia no sería tan sencilla en otras partes de América Latina, donde las organizaciones criminales tienen más dinero, tienen más conexiones internacionales y están mucho mejor armadas de lo que estaban las pandillas de El Salvador. Cuando otros gobiernos de la región han intentado acabar con los líderes de pandillas y cárteles, estos grupos no se han desmoronado. Han contraatacado, o bien han surgido nuevos grupos delictivos para llenar rápidamente el vacío, interesados en los enormes ingresos que ofrece el comercio de drogas. La guerra de Pablo Escobar contra el Estado en las décadas de 1980 y 1990 en Colombia, la reacción violenta de los cárteles a las acciones de las autoridades mexicanas desde mediados de la década de los 2000 y la respuesta violenta a las recientes medidas del gobierno de Ecuador contra las pandillas son solo unos cuantos ejemplos.

Además, El Salvador tenía fuerzas de seguridad más profesionales, que se comprometieron a acabar con las pandillas cuando Bukele las convocó, en comparación con algunos de sus vecinos. Un ejemplo es Honduras, donde, se ha reportado, la corrupción propiciada por las pandillas entre las fuerzas de seguridad es un problema muy profundo. Esta situación contribuyó al fracaso, desde un principio, de las acciones inspiradas en Bukele emprendidas por Castro. En otros países, como México, también se dice que los grupos delictivos han logrado cooptar a miembros de alto rango del ejército y la policía. En Venezuela, se ha informado que algunos funcionarios militares han tenido su propia operación de tráfico de drogas. Incluso si los mandatarios enviaran soldados y policías a realizar redadas masivas como las de Bukele, es posible que las fuerzas de seguridad no estén preparadas o tengan incentivos para socavar la misión.

Por último, Bukele enfrenta una oposición política muy disminuida, pues los dos partidos políticos tradicionales del país se han debilitado significativamente desde 2019 y, por lo tanto, no son capaces de contener las acciones del nuevo presidente para establecer control sobre las instituciones públicas. En muchos otros países de América Latina hay partidos políticos más sólidos o existen fuerzas de oposición que ayudarían a exigir una rendición de cuentas a un poder ejecutivo que pretendiera extender su control.

Si otros Bukeles en potencia intentan copiar lo que él ha hecho, es más probable que solo imiten el lado sombrío del modelo de El Salvador y no sus logros.

Los gobiernos podrían verse sumidos en el caos si se multiplican los grupos delictivos o contraatacan con violencia. Además, en el proceso podrían quitarle espacios a la sociedad civil y a la prensa, reducir la transparencia del gobierno, llenar con más detenidos las prisiones, que ya están abarrotadas, y debilitar a los tribunales. Históricamente, los presidentes de América Latina que no tienen un compromiso absoluto con la democracia ya han dado algunos de estos pasos, o todos ellos, para su beneficio político de cualquier manera. Combatir el crimen es la excusa perfecta.

A pesar de su éxito en la reducción de la delincuencia, el modelo de Bukele tiene un costo muy importante. Los imitadores deben tener cuidado: seguir el modelo de El Salvador no solo no funcionará, sino que, en el camino, intentar hacerlo podría causarle daños perdurables a la democracia.

Publicado en New York Times

 

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