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CONTRAPORTADA

Temores , enfermedades y muerte: Dura realidad de inmigrantes mexianos

San Jerónimo Xayacatlán es un pequeño pueblo mixteco del centro más árido de México que se extiende sobre lomas bajas y secas, sólo cubiertas por algo de verde en época de lluvias. No tiene señal de celular, el agua entubada se generalizó hace pocos años y todas las tardes se queda sin personal de salud. Su motor, sin embargo, está desde hace décadas en Nueva York, donde vive casi un tercio de su población.

 

La mayoría de esos migrantes dejaron atrás los campos de maíz, el pastoreo de chivos o la recogida de mangos o pitayas —el fruto de uno de los cactus más abundantes en la zona— en las décadas de 1990 y del 2000 para cruzar ilegalmente a Estados Unidos, asentarse y ponerse a trabajar.

El sueño americano de Axayácatl Figueroa quedó reducido en unas semanas a una cama, dolores por todo el cuerpo, problemas para respirar y el té que algún compañero de su piso de Nueva York le dejaba al otro lado de la puerta, desde donde un ataque de tos era la única señal de que seguía vivo.

 

No podía trabajar, no podía enviar dinero y sólo pensaba en su familia en San Jerónimo Xayacatlán, en el centro de México. Cada mes enviaba a su esposa y su hijo 300 o 400 dólares, gracias a su trabajo deshuesando pollo y cortando carne durante más de una década en el sótano de una cocina de un restaurante vietnamita.

El Banco Mundial y la ONU estiman que las remesas caerán este año cerca de un 20% en América Latina, aunque México parece ir a otro ritmo. Sus migrantes batieron récords en marzo al enviar 4.000 millones de dólares y aunque el flujo se redujo en abril, en mayo se recuperó, en un esfuerzo “sublime” y “heroico” en palabras del presidente, Andrés Manuel López Obrador, porque las remesas se convirtieron en el principal ingreso del país en plena pandemia.

Duncan Wood, director del Instituto México en el Wilson Center, cree que mucho de ese dinero procede de emigrantes que cobraron generosos pagos de desempleo por parte del gobierno estadounidense.

 

 

El 11 de septiembre de 2001, Jorge Vázquez , otro inmigrante mexicano,  trabajaba en un restaurante de Nueva York. Tras el ataque a las Torres Gemelas la gente empezó a tener miedo, no salía, no compraba y le despidieron. “Fue un desastre”, recuerda. Había pánico ante la posibilidad de nuevos atentados, como ahora lo hay a contagiarse con el coronavirus.

 

A los tres meses regresó a San Jerónimo y aunque volvió a Estados Unidos en 2003, sólo estuvo un tiempo y retornó de nuevo a su pueblo para cuidar de su madre y las tres hijas de su hermana Magnolia Ortega. Ambos cruzaron a Estados Unidos en 2001, pero ella decidió quedarse para poder ofrecer un futuro a sus pequeñas.

Desde su regreso, Jorge, que ahora tiene 42 años, se esforzó porque todas estuvieran en contacto. Cuenta orgulloso el logro que supuso conseguir un teléfono fijo en la casa, escasos todavía en el pueblo, donde sus sobrinas pudieran recibir llamadas de Nueva York.

 

Recién casado, la pandemia ha reunido en su casa a su madre de 83 años, hipertensa y diabética, a su hermano y a dos de sus sobrinas, ambas en la veintena, con sus respectivas hijas pequeñas.

 

 

En San Jerónimo la emigración se redujo desde 2015. La historiadora Tamara Cardoso, que vive ahora en el pueblo, explica que una de las razones es que tanto los que se fueron como los que se quedaron mejoraron su nivel de vida y las segundas generaciones no quieren repetir el dolor de lo que “implica irte, alejarte de todo, adquirir una vida nueva, ver a los hijos crecer de lejos”.

 

Ivette Guzmán agradece el haber podido ir a la universidad, pero en su memoria todavía está fresca la imagen de su madre perdiéndose en la loma el día que se fue del pueblo.

Ahora su madre da vueltas a la idea de volver con su actual pareja y otra hija que nació en Estados Unidos, pero tiene sentimientos encontrados.

 

“Todos se marcan un plan”, señala la historiadora, pero cumplirlo es otra cosa, máxime cuando todavía se tienen fuerzas para trabajar. “Es muy difícil, tienen sus familias allá y se preguntan ‘si regreso, ¿qué les voy a dar a mis hijos si de eso vengo huyendo?’”.

 

Magnolia desea ver crecer a sus nietas pero sabe que en el pueblo no hay trabajo. Y si vuelve, tampoco habrá más dólares. “Si yo regresara”, reflexiona, “no tenemos nada”.

 

Flamantes casas de San Jerónimo Xayacatlán dan fe de estos miedos. Los emigrantes que las construyeron todavía no han vuelto para habitarlas. Están vacías.
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CLAUDIA TORRENS y MARÍA VERZA (AP)

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